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La inteligencia artificial apunta a ser una mano amiga del empleo. Desde hace un tiempo, se puede observar como varios informes señalan que la productividad de los profesionales se verá aumentada gracias a esta nueva tecnología. Sin embargo, la dificultad de implantarla es una realidad que las empresas viven. Un estudio de IBM señaló que existen retos para incorporar la IA en las organizaciones españolas, como la falta de plataformas para desarrollar modelos de IA, la falta de capacidad para gobernar los modelos de IA y la excesiva complejidad de los datos, que siguen impidiendo a las empresas adoptar tecnologías de IA en sus operaciones.
La realidad muestra que existe una brecha importante de la falta de conocimiento en IA y cómo se afrontarán las necesidades de algunas habilidades sin formación en esta nueva tecnología. Para ello, Ironhack abre un nuevo camino como escuela de formación tecnológica, AI School, la primera escuela completamente dedicada a la IA. “Está diseñada para las mentes ambiciosas tanto de la industria tecnológica como de otras industrias, es decir, existen opciones para cualquier profesión. Contempla cursos breves y prácticos hechos para impulsar a los profesionales hacia la próxima fase de su carrera”, añade Ariel, cofundador y coCEO de Ironhack.
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Algo más que una mota de polvo en el espacio
Aquellos primeros intentos de explicar el mundo que nos rodea tenían un marcado carácter antropomórfico. Cualquier fenómeno natural que escapase a nuestra comprensión era atribuido a los deseos y caprichos de entidades y seres sobrenaturales, no sólo curiosamente similares a nosotros en sus intenciones y forma de pensar, sino también profundamente interesados en nuestra existencia y devenir.
Como consecuencia natural de esa forma de pensar, al igual que el antropomorfismo situaba al hombre en el centro del universo espiritual, el geocentrismo situaba a la Tierra en el centro del universo físico.
Una vez que con el avance de la ciencia supimos que ni las estrellas ni los espíritus ejercían influencia alguna en nuestros asuntos cotidianos y que no somos ni en sentido figurado ni literal el centro del universo, pasamos a creer justo lo contrario: que somos algo insignificante a escala cósmica, un fruto del azar sin mayor relevancia en el gran orden de las cosas. A este anti-antropocentrismo se le conoce en algunos círculos como el “Principio de Mediocridad”. Queda perfectamente ejemplificado en esta frase de Stephen Hawking:
Los seres humanos son sólo una escoria química en la superficie de un planeta típico que orbita alrededor de una estrella típica en las afueras de una galaxia típica.
Y tan errónea es la visión primitiva como la más reciente, como bien explica David Deutsch en el tercer capítulo de su magistral “The Beginning of Infinity”.
Otra de las falacias más extendidas incluso entre la comunidad científica junto con el principio de mediocridad, es la de “La nave espacial Tierra”, que ve a nuestro planeta como un gigantesco y complejo sistema de soporte vital—la biosfera—, capaz de proveer a sus pasajeros—nosotros—con todo lo que necesitamos para prosperar, y fuera del cual hay un entorno implacablemente hostil. Al igual que el sistema de soporte vital de la metafórica nave espacial, la biosfera pareciera que hubiera sido concienzudamente diseñada para darnos sustento, aunque la realidad es obviamente que fuimos nosotros los que nos adaptamos a sobrevivir aquí por obra y arte de la evolución. En cualquier caso, el punto central del símil es hacernos pensar que si la sobrecargamos o la alteramos demasiado, la romperemos, con fatales consecuencias para nuestra superviviencia.
Aunque ambas teorías apuntan en direcciones opuestas—mientras que una destaca lo poco especiales que tanto la Tierra como nosotros somos a escala universal, la otra justamente destaca lo atípico que es el perfecto acople entre la Tierra y nosotros—las dos tienen una carga moral importante: ni deberíamos sentirnos importantes en forma alguna, ni deberíamos esperar que el mundo se vaya a someter indefinidamente a nuestros caprichos.
Sin embargo, Deutsch afirma contrariamente que:
Las personas sí somos significativas a escala cósmica
La biosfera es incapaz de dar soporte a la vida humana
Veamos por qué.
En primer lugar, el universo es un lugar fundamentalmente vacío, oscuro y frío: el 85% del espacio está ocupado por materia oscura, está a una temperatura de 2,7 grados kelvin y la densidad de átomos es menor de uno por metro cúbico. Casi todos esos átomos son hidrógeno o helio, así que no hay química. Nada cambia. Nada pasa. No hay posibilidad de desarrollo de vida ni mucho menos de inteligencia. Así que una simple acumulación de materia como la que estamos formados nosotros y nuestro planeta es ya de por sí algo estadísticamente atípico en el vasto cosmos.
Es totalmente cierto que un cambio en las condiciones de la superficie terrestre—por pequeñas que fueran desde el punto de vista de la astrofísica—podría hacer que no nos fuese posible sobrevivir aquí sin protección, al igual que nos ocurriría en una nave espacial en la que hubiese fallado alguno de sus sistemas principales. Pero Deutsch nos hace ver que una noche de invierno en Oxfordshire, Inglaterra, sería exactamente igual de letal para él sin la tecnología apropiada, como ropa de abrigo o una casa con calefacción. Del mismo modo que el espacio podría matarnos en segundos, la campiña inglesa haría lo propio en horas. El Oxfordshire actual dispone efectivamente de un grandioso sistema de sustento vital consistente en ropa, casas, granjas, hospitales, redes eléctricas y alcantarillas, entre otros, pero este sistema ha sido creado por el hombre, no ha sido proporcionado por la biosfera. Y no es que el invierno de Oxford muestre una crudeza especial; la primavera en el Gran Valle del Rift, lugar donde se cree que nuestra especie evolucionó, es también una trampa mortal perfecta plagada de depredadores, parásitos y enfermedades, así como desprovista de suministro de agua y comida, equipo médico o cómodos aposentos. Nuestros antepasados crearon el conocimiento necesario para sobrevivir allí—sin él no lo hubieran logrado—, pero ese mismo conocimiento no les hubiera servido para sobrevivir en la Amazonia o en el Ártico, como hicieron más tarde otros grupos. Eso prueba que el tipo de conocimiento necesario para sobrevivir en el entorno no estaba codificado en nuestra genética—como ocurre con el resto de especies—sino en nuestra cultura. Nuestro conocimiento cultural no sólo avanza muchísimo más veloz que el conocimiento codificado en genes por la evolución, sino que, como veremos más tarde, tiene un alcance completamente diferente. Ciñéndonos a lo que ahora nos ocupa, baste con decir que nos permite moldear nuestro entorno hasta adaptarlo a nuestras necesidades. La biosfera no es por tanto ese paraíso natural en el que la vida humana florece espontáneamente y que es constantemente usado y abusado por los egoístas humanos. Es un lugar que nos ha provisto y nos provee de los materiales y de la energía necesaria para que, gracias a nuestro conocimiento, hayamos podido construir un gigantesco sistema de sustento vital artificial a escala planetaria que nos permite sobrevivir en unas condiciones extremadamente adversas. La componente moral de la metáfora de la nave espacial Tierra es paradójica. Tilda de ingratos a los humanos por unos regalos que en realidad nunca recibieron y los hace parecer como los malos de la película por hacer lo que cualquier otra especie hace cuando las condiciones lo permiten: proliferar, con la excepción de que hemos desarrollado la capacidad de mitigar los efectos adversos a los que otras especies se enfrentan cuando esto ocurre.
Volvamos ahora a refutar el Principio de Mediocridad.
El biólogo Richard Dawkins afirma que los atributos humanos, como los de cualquier organismo, evolucionaron por selección natural en un entorno ancestral. Es por eso que nuestros sentidos son capaces de detectar los colores, el olor de la fruta o el sonido de un depredador, habilidades que mejoraron las probabilidades de supervivencia y reproducción de nuestros ancestros. Por la misma razón, la evolución no malgastaría recursos en hacernos capaces de detectar fenómenos que no fuesen relevantes para nuestra supervivencia. Así, prosigue, de la misma forma que nuestros sentidos no pueden captar casi ninguno de los fenómenos que se producen a lo largo y ancho del universo, no hay razón para esperar que nuestra mente pueda comprenderlos. Eso implica que el progreso en la ciencia está limitado por el límite biológico del cerebro humano y que nos toparemos con ese límite más pronto que tarde.
Si esto fuese cierto y nuestra capacidad de entender el mundo estuviese limitada, significaría que todo lo que quedase fuera de esa burbuja de conocimiento alcanzable sería inexplicable. Pero como todo lo de fuera de la burbuja tiene forzosamente que influir de alguna forma en lo de dentro, implicaría también que lo de dentro es inexplicable. Estamos de nuevo en la casilla de salida. Dioses, espíritus y brujas. Mal.
La gran diferencia entre los humanos y el resto de las especies es que la evolución se las arregló para dotarnos con una adaptación que nos permite crear conocimiento explicativo con alcance universal. Esta capacidad, aunque útil desde el principio y permitiéndonos prosperar miles de veces más rápido que si sólo hubiéramos podido resolver problemas adaptándonos genéticamente, floreció verdaderamente con la Ilustración y el desarrollo del método científico.
Hay una relación muy estrecha entre entender el mundo y controlarlo ya que cualquier transformación física, en un momento dado y dados los recursos necesarios, es o bien:
imposible porque viola las leyes de la Física
conseguible, dado el conocimiento apropiado
[Esta afirmación es lógicamente impecable porque, si hubiese alguna transformación que la tecnología no fuese capaz de conseguir independientemente de nuestro grado de conocimiento (por ejemplo, viajar a una velocidad mayor que la de la luz), sería en sí misma una regularidad demostrable, es decir, una ley de la Física o la consecuencia de una. Así que todo lo que no viola las leyes de la Física es alcanzable, dado el conocimiento apropiado.]
Nuestra capacidad de entender la naturaleza y, por tanto, modificarla tiene implicaciones cósmicas. Que los humanos podamos vivir fuera de la biosfera no tiene nada que ver con la disponibilidad de aire respirable, agua, comida y una temperatura agradable en el lugar de destino, sino con nuestra capacidad para crear el conocimiento necesario para transformarlo a nuestra conveniencia, como hemos hecho en la Tierra. Aún más si consideramos que todo el conocimiento tecnológico puede ser automatizado. Los habitantes futuros de la Luna o Marte darán tanto por hecho el aire respirable que llenará sus pulmones como nosotros damos por hecho el agua potable que sale de nuestros grifos. En algunas ocasiones, en lugar de alterar el entorno, la forma más eficiente será alterar nuestros propios genes. ¿Es un humano modificado genéticamente aún un humano? Para Deutsch no hay duda. Lo único que nos hace esencialmente humanos es nuestra capacidad de generar explicaciones.
Usar el conocimiento para causar transformaciones físicas automatizadas no es, en sí mismo, exclusivo de los humanos. Es el método básico por el cual todos los organismos se mantienen vivos: cada célula es una fábrica química. La diferencia entre los humanos y otras especies radica en el tipo de conocimiento que pueden utilizar (explicativo en lugar de empírico) y en cómo lo crean (conjetura y crítica de ideas, en lugar de variación y selección de genes). Es precisamente esa diferencia la que explica por qué los demás organismos sólo pueden funcionar en un rango determinado de ambientes que les son hospitalarios, mientras que los humanos transforman ambientes inhóspitos como la biosfera en sistemas de soporte para ellos mismos. Y, mientras que todos los demás organismos son fábricas que convierten recursos de un tipo fijo en más organismos de ese tipo, los cuerpos humanos (incluidos sus cerebros) son fábricas que transforman cualquier cosa en cualquier cosa que las leyes de la Física permiten. Los seres humanos somos constructores universales. Cualquier entorno—hasta los más extremos que podamos concebir a escala cósmica—es alcanzable para los humanos siempre que podamos crear un flujo abierto de conocimiento explicativo, para lo cual sólo necesitamos, a priori, materia, energía e información para poder probar teorías científicas.
Los seres humanos somos constructores universales.
Del mismo modo que crear colonias en otros planetas será una buena cobertura contra la extinción de nuestra especie, habrá personas que querrán también sobrevivir a nivel individual. Al igual que nuestros primeros esbozos de conocimiento nos sirvieron para aliviar ciertas formas de peligro físico y sufrimiento, en el futuro, el conocimiento nos permitirá atajar las principales fuentes actuales de dolor y sufrimiento: el envejecimiento, las enfermedades y la muerte, que serán sucesivamente abordadas y eliminadas.
Y a medida que la esperanza de vida humana aumente, las personas se preocuparán por riesgos a más largo plazo, porque, si de algo podemos estar seguros, es de que nuestros problemas nunca se van a agotar. La utopía no es posible porque nuestros objetivos y valores pueden mejorar indefinidamente. Es inevitable encontrarnos con problemas, pero no hay problema irresoluble. Sobrevivimos y prosperamos resolviendo problemas a medida que nos encontramos con ellos. Ni la condición humana en particular ni nuestro conocimiento explicativo en general serán nunca perfectos, ni siquiera de manera aproximada. Siempre estaremos al principio del infinito.
Gracias por leer Suma Positiva.
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Muy buen artículo Samuel.
Excelente