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Comenzamos hoy una serie en Suma Positiva en la que intentaremos entender mejor cómo funciona el mundo en su forma más material—energía, agricultura, transporte, industria—basada en el fabuloso libro How The World Really Works de Vaclav Smil, uno de los mayores expertos en energía del mundo. Gracias Ion por la recomendación ;-)
Para ello aportaremos muchos datos, fechas y cifras, que, aunque áridos a veces, son muy útiles para hacernos idea de ciertas magnitudes con las que no estamos familiarizados y para combatir eficazmente las narrativas con las que nos bombardean—con buenas y no tan buenas intenciones—casi a diario.
Este viaje empezará por el apasionante y complejo mundo de la energía y es que, según Smil, no se puede entender el mundo sin una mínima cultura sobre este campo.
Agarrad vuestra bebida energética favorita y vamos a ello.
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Cómo funciona el mundo: Energía
Estos son los grandes temas que trataremos a continuación:
Las conversiones de energía son la base de la vida y de la economía
La sociedad moderna está basada en el empleo de combustibles fósiles
Ni todas las transformaciones energéticas son iguales ni todos los combustibles son iguales
La transición a nuevas fuentes de energía tardará mucho más de lo que se cree
I.
Por sorprendente que parezca—parecido en cierta forma a lo que ocurre con la mecánica cuántica—la física no tiene una explicación acerca de qué es la energía.
Sabemos que se manifiesta en diferentes formas y tenemos unas ecuaciones que nos permiten calcular ciertas cantidades a las que llamamos “energía”, como por ejemplo la energía cinética con la que se mueve una flecha, la energía potencial de una gran roca apunto de caer por la ladera de una montaña, la energía térmica liberada por una reacción química, o la radiación en forma de luz que desprende una bombilla, y todo cuadra maravillosamente bien, pero no podemos reducir todas esas cantidades a una única entidad o concepto que los englobe a todos.
Por ello, definimos convenientemente energía como la “capacidad de realizar trabajo” entendiéndose por trabajo no el ir a la oficina de 9 a 6—cuando todavía se iba—sino “el cambio de configuración en un sistema contra una fuerza que se opone a dicho cambio”.
La energía no es un componente más en las complejas estructuras de la bioesfera, de las sociedades humanas o de sus economías; ni es una variable más en las complicadas ecuaciones que determinan la evolución de estos sistemas y su interacción. Las conversiones energéticas—recordáis eso de que la energía ni se crea ni se destruye sino que sólo se transforma, ¿verdad?—están detrás de los orígenes del universo y de la vida, de su evolución, y por lo tanto de todo lo demás, como por ejemplo la historia de la humanidad.
Erwin Schrödinger, premio Nobel de Física en 1933 y afamado observador de gatos en cajas, resumió la clave de la vida de la siguiente forma: “De lo que se alimenta cualquier organismo es de entropía negativa” (entropía negativa = energía libre). De ahí que los organismos más eficaces a la hora de capturar la energía disponible tienen una clara ventaja evolutiva.
Por otro lado, el sistema económico es en esencia un sistema para extraer, procesar y transformar la energía como recurso en energía incorporada en productos y servicios.
La historia puede entenderse como una rápida secuencia de transiciones a nuevas formas de energía siendo el mundo moderno nada más que el resultado acumulado de estas transformaciones, tal y como veremos a continuación.
II.
Hace cientos de miles de años, se produjo la primera transformación de energía de forma extrasomática—fuera del cuerpo—cuando nuestros ancestros dominaron el fuego. Esta combustión controlada convierte la energía química de las plantas en energía térmica y luz, lo que les permitió cocinar comidas que antes no podían digerir, calentarse y alumbrarse en las frías noches, así como mantener a raya a ciertos animales peligrosos. Este pequeño paso para el homínido fue un gran paso para la subsiguiente humanidad, pues supuso el primero en el camino de poder moldear y controlar nuestro entorno a una escala sin precedentes.
Esta tendencia se intensificó hace unos 10.000 años cuando nos volvimos agricultores. Por primera vez, una pequeña parte de la fotosíntesis que tenía lugar en la Tierra se hizo de forma controlada y manipulada por humanos que domesticaron algunas especies de plantas en su (retardado) beneficio. Unos mil años después vino también la domesticación de algunos animales, no sólo como fuentes de alimento, sino también como fuerza de trabajo. Hasta entonces los músculos de las personas eran los únicos motores primarios, capaces de convertir la energía química de los alimentos en energía mecánica útil. El sacar agua de pozos, tirar de o llevar cargas o transportar personas se volvió de repente algo más llevadero. Los primeros motores primarios inanimados como velas, molinos de agua o molinos de viento llegarían bastante más tarde, concretamente cinco mil, dos mil y mil años después, respectivamente.
En el año 1500—al comienzo de la Edad Moderna—, el 90% de la energía mecánica útil provenía de motores primarios animados, repartidos a pachas entre animales y personas. Toda la energía térmica provenía de la combustión de combustibles vegetales como la madera y carbón vegetal, y en menor medida de paja y estiércol seco.
En 1600 ocurre algo sin precedentes. Los habitantes de una isla dejan de depender casi exclusivamente de la madera y comienzan a quemar cada vez más un combustible llamado carbón (mineral), producido por la fotosíntesis hace decenas o centenas de millones de años y fosilizado por el efecto del calor y la presión durante su almacenamiento subterráneo. Qué hijos de la Gran Bretaña. No es de extrañar que el Reino Unido fuese la potencia dominante del siglo XIX cuando en 1700 el carbón ya suponía el 75% de todo el calor producido en Inglaterra e incluso algunas minas ya emplean unas máquinas de vapor primitivas para su extracción.
En 1800 UK seguía siendo una rarísima excepción. El 98% de la luz y el calor artificial en todo el mundo seguían proviniendo de quemar combustibles vegetales, y los animales y personas seguían aportando el 90% de la fuerza requerida en agricultura, construcción y manufactura.
En 1850, a pesar del incremento de extracción de carbón en Europa y Norteamérica seguíamos casi igual. El carbón representa tan sólo un 7% del total del combustible empleado. La fuerza animal suponía un 45%, la humana un 40% y los motores primarios inanimados (velas, molinos, máquinas de vapor) aportan un 15%.
A pesar de que el mundo de 1850 se parecía todavía muchísimo más al de 1600 que al del año 2000, los dos últimos siglos han estado caracterizados por una rapidísima sustitución de las fuentes de energía primaria, acompañada por una expansión y diversificación de la producción de fuentes de energía fósil y a la no menos rápida introducción, adopción y aumento de capacidad de los nuevos motores primarios, primero máquinas de vapor de carbón y luego motores de combustión interna.
En 1900, la cosa empieza a cambiar drásticamente. El carbón y el petróleo—ese viscoso y negro zumo de dinosaurio fosilizado—representan ya el 50% de la energía primaria. Los motores primarios inanimados (máquinas de vapor de carbón, principalmente) suponen también ya la mitad de la energía mecánica.
En 1950, los combustibles fósiles (todavía dominados por el carbón) aportan ya el 75% de la energía primaria y los motores primarios (ya con los motores de combustión interna gasolina y diésel a la cabeza) aportan ya el 80% de la energía mecánica.
En el mundo desarrollado el petróleo iba relevando al carbón como fuente de energía primaria principal gracias entre otras cosas al descubrimiento de mega yacimientos en Oriente Medio y en la URSS allá por los años 20 y 30, así como a la invención de los grandes petroleros para su transporte.
A pesar de que la energía hidráulica comenzó en 1880 y la nuclear, solar y eólica después de la Segunda Guerra Mundial, en 2020 la mitad de la electricidad del mundo todavía se produce por la combustión de combustibles fósiles, principalmente carbón y gas natural.
Llegados a 2020 nuestra sociedad es una verdaderamente global, construida y definida por la transformación a gran escala, tanto de forma estática—en plantas de generación eléctrica—como móvil—en medios de transporte—, de fuentes de energía fósil.
Para cuantificar cuánto se basa nuestra sociedad en ellos basta decir que desde 1800 hasta hoy hemos incrementado unas 1.500 veces la cantidad de combustibles fósiles que consumimos. Si además tenemos en cuenta los aumentos de eficiencia de las conversiones energéticas—perdemos mucho menos por el camino—, en realidad podemos decir que consumimos unas 3.500 veces más.
En términos per cápita, considerando que la población mundial ha pasado de mil millones de personas en 1800 a seis mil millones en 2000, en media, cada persona ha pasado de tener 0,05 GJ a su disposición a tener 28 GJ. El habitante promedio de la Tierra tiene a su disposición 700 veces más energía que sus antepasados a principios del siglo XIX.
Esta abundancia de energía útil está detrás y explica buena parte del estilo de vida del mundo más desarrollado: desde comer más a viajar más; de la mecanización de la producción y el transporte a las comunicaciones personales instantáneas.
Antes de ver cómo de fácil o de difícil es desengancharnos, necesitamos hacer algunas consideraciones previas.
III.
Como hemos visto, la energía existe en varias formas y para que nos sea útil debemos transformarla de un tipo a otro…e inevitablemente sufrir algunas pérdidas por el camino. Por ejemplo, gracias a nuestro metabolismo y a nuestro sistema músculo-esquelético, nuestro cuerpo es capaz de transformar la energía química de un plátano en la energía mecánica que se requiere para hacer girar un tornillo al montar una cama Ørje de Ikea.
Pero ni todas las transformaciones energéticas son igual de útiles—no es lo mismo un incendio forestal que asar una chuleta de brontosaurio en una hoguera—, ni todas las formas de energía son equivalentes—no es lo mismo beberse un litro de leche que un litro de gasolina—. Reducir la energía a una simple cantidad sin entender estas diferencias en su naturaleza tiene el riesgo de conducirnos a conclusiones potencialmente equivocadas.
A veces podemos elegir qué tipos de conversiones energéticas emplear para diferentes propósitos, siendo como veremos algunas de ellas mucho más convenientes que otras. Por ejemplo, las altas densidades energéticas del queroseno y del diésel encajan muy bien con las necesidades en términos de espacio de los aviones de larga distancia o de los barcos cargueros. Sin embargo, para un submarino que quiera cruzar el Pacífico sumergido, es mejor fisionar átomos de uranio en un pequeño reactor nuclear.
Sustituir algunas fuentes de energía por otras a veces no es sólo beneficioso sino que es relativamente fácil. Reemplazar velas con luces eléctricas (más seguras, brillantes, baratas y confiables) o trenes de vapor eléctricos, tres cuartos de lo mismo. Sin embargo, otras transformaciones que serían deseables pueden ser o demasiado caras o imposibles técnicamente—al menos a la escala requerida—, sin importar cuánto ensalcemos sus virtudes.
Los transatlánticos propulsados por máquinas de vapor no quemaban madera porque, a igualdad de condiciones, la leña ocuparía 2,5x el volumen del carbón requerido para una travesía transatlántica (y sería al menos un 50% más pesado), reduciendo en gran medida la capacidad del buque.
Del mismo modo, no puede haber vuelos propulsados por gas natural, ya que la densidad energética del metano es tres órdenes de magnitud menor que la del queroseno, y tampoco podría haber un vuelo propulsado por carbón: la diferencia de densidad no es tan grande, pero el carbón no fluiría de los tanques del ala a los motores. Esto es un ejemplo de que las ventajas de los combustibles líquidos no están solo en su densidad energética.
Comparado con el carbón, el petróleo es mucho más fácil de producir (no es necesario enviar mineros bajo tierra), almacenar (en tanques o bajo tierra; debido a la densidad de energía mucho más alta del petróleo, cualquier espacio cerrado normalmente puede almacenar un 75% más de energía), y distribuir (intercontinentalmente por camiones cisterna, barcos petroleros y por oleoductos).
La electricidad es un animal aparte. Al ser intangible, es más difícil de entender que los combustibles.
Generar electricidad para uso comercial a gran escala es una tarea costosa y complicada. Su distribución desde donde se genera a los lugares y regiones de mayor uso —ciudades, industrias y formas electrificadas de transporte rápido— es igualmente complicada: requiere transformadores y extensas redes de líneas de transmisión de alto voltaje y, después de una mayor transformación , distribución por cables aéreos o subterráneos de baja tensión a miles de millones de consumidores.
Todavía es imposible almacenar electricidad de manera asequible en cantidades suficientes para satisfacer la demanda de una ciudad mediana (500.000 personas) durante solo una semana o dos, o para abastecer una megaciudad (más de 10 millones de personas) durante solo medio día.
Pero a pesar de estas complicaciones, altos costos y desafíos técnicos, nos hemos esforzado por electrificar las economías modernas, y esta búsqueda de una electrificación cada vez mayor continuará porque esta forma de energía combina muchas ventajas inigualables.
Lo más obvio es que, en el punto de su consumo final, el uso de la electricidad siempre es sencillo y limpio, y la mayoría de las veces también es excepcionalmente eficiente. Con solo accionar un interruptor, presionar un botón o ajustar un termostato, las luces y los motores eléctricos o los calentadores y enfriadores eléctricos se encienden, sin almacenamientos voluminosos de combustible, sin laborioso transporte y avivado, sin peligros de combustión incompleta (emisión de monóxido de carbono venenoso), y sin limpieza de lámparas, estufas u hornos.
IV.
El incremento en la dependencia de los combustibles fósiles es el factor más importante a la hora de explicar los avances de la civilización moderna y de ahí también nuestra preocupación por su disponibilidad a futuro y por los impactos medioambientales de su combustión.
La demanda anual global de combustibles fósiles es ahora mismo de diez mil millones de toneladas (5x más que la demanda de cereales o 2x más que todo el agua que nos bebemos los ocho mil millones de humanos).
No parece que la disponibilidad de combustibles fósiles sea un problema a corto plazo. Al nivel de consumo de 2020, tenemos 120 años de reservas de carbón y 50 años de reservas de gas y petróleo, que previsiblemente aumentarán gracias a la constante mejora de las tecnologías de extracción.
Cuando hablamos de impacto medioambiental, la cosa es muchísimo más preocupante. La descarbonización de la producción de energía debería ir a un ritmo tal que la temperatura global no aumentase más de 1,5 a lo sumo 2 grados centígrados, lo que, según la mayoría de los modelos climáticos, se traduce en que las emisiones globales netas deberían ser cero para 2050 y mantenerse negativas para lo que queda de siglo.
Es importante destacar la palabra “neta” de la frase anterior. Que las emisiones netas sean cero no quiere decir que no se emita nada, sino que lo que se emita tiene que ser compensado por tecnologías—todavía inexistentes—de captura de CO2 de la atmósfera para su posterior almacenaje bajo tierra. O podemos ponernos a plantar árboles como si no hubiese mañana.
Dado que las emisiones anuales de CO2 en 2019 fueron de 37 mil millones de toneladas, el objetivo de que sean 0 en 2050 requiere una transición energética sin precedentes en cuanto a escala y ritmo.
A menudo confundimos descarbonizar el sistema energético con descarbonizar el sistema eléctrico—que ya de por sí plantea algunos retos importantes—, pero los usos que les damos a los combustibles fósiles van mucho más allá de la generación de electricidad, que de hecho representa únicamente un 18% del total. Por ejemplo, Alemania ha conseguido generar casi la mitad de su electricidad con renovables, sin embargo los combustibles fósiles siguen representando un 78% de sus fuentes de energía primaria. En 2040, se estima que seguirá dependiendo en un 70% de ellos. Y eso que estamos cogiendo un país modélico, porque hay otros países como Japón que han ido en dirección opuesta. ¿Y qué hacemos con el inevitable aumento del consumo per cápita—y el aumento de cápitas—en los países emergentes?
Existen enormes oportunidades para generar más electricidad con células fotovoltaicas y turbinas eólicas, pero existe una diferencia fundamental entre los sistemas que obtienen entre el 20% y el 40% de la electricidad de estas fuentes intermitentes—España y Alemania son los mejores ejemplos—y un sistema que dependa completamente de ellas. En países grandes y poblados, la dependencia total de las energías renovables requeriría lo que todavía nos falta: ya sea almacenamiento de electricidad a gran escala y a largo plazo (de días a semanas) que respaldaría la generación de electricidad intermitente, o extensas redes de alto voltaje para transportar electricidad a través de zonas horarias y desde regiones soleadas y ventosas hasta las principales concentraciones urbanas e industriales.
¿Podrían las energías renovables producir suficiente electricidad para reemplazar no solo la generación actual alimentada por carbón y gas natural, sino también toda la energía que ahora suministran los combustibles líquidos a vehículos, barcos y aviones a través de una electrificación completa del transporte? ¿Y podrían realmente hacerlo, como ahora prometen algunos planes, en cuestión de solo dos o tres décadas?
Además, no tenemos alternativas a escala comercial fácilmente implementables para suministrar energía a la producción de los cuatro pilares materiales de la civilización moderna (acero, amoníaco, cemento y plásticos) únicamente mediante electricidad. Esto significa que incluso con un suministro de electricidad renovable abundante y confiable, tendríamos que desarrollar nuevos procesos a gran escala para producir estos productos clave.
De forma similar, durante el proceso de refino del crudo—la separación del petróleo en diferentes combustibles como gasolina, diésel o fuel-oil—, se producen otros productos que son imprescindibles en algunos procesos industriales, como por ejemplo los lubricantes, cuyo consumo anual alcanza los 120 megatones (por los 200 megatones de los aceites de consumo humano). Otro producto derivado del petróleo es el asfalto, con una demanda mundial de 100 megatones para carreteras y tejados.
Y por supuesto, los hidrocarburos se emplean también como materia prima en múltiples procesos químicos, como por ejemplo para producir fibras sintéticas, resinas, pegamentos, barnices, pinturas, lacas, detergentes y pesticidas, todos ellos vitales en el mundo moderno.
Resumen y Conclusiones
El mundo actual es completamente dependiente de los combustibles fósiles, unas fuentes de energía extraordinariamente densas y disponibles a gran escala a costes muy asequibles, quitando ciertos periodos de crisis de oferta motivados normalmente por cuestiones políticas, como la que vivimos ahora mismo y que causaron gravísimas crisis económicas.
Aunque son obviamente un recurso finito que en algún momento se acabará, parece que tenemos reservas para al menos 100 años más.
Buena parte de nuestro bienestar se explica gracias a que disponemos 700 veces más energía a nuestra disposición que nuestros bisabuelos, energía que transformamos gracias al sistema económico en todo tipo de productos y servicios.
Con la mejor información que tenemos ahora mismo, para evitar que el planeta se caliente más de 2 grados, algo que podría ser catastrófico, deberíamos hacer que las emisiones netas de dióxido de carbono fuesen cero en 2050 y negativas a partir de entonces. Se trata de un reto mayúsculo por tamaño y tiempo, algo totalmente sin precedentes en la historia de la humanidad.
Debemos seguir avanzando en la descarbonización del sistema eléctrico, pero debemos ser conscientes de que eso supone tan sólo un 18% del consumo total de energía fósil. La descarbonización de la generación de electricidad puede avanzar más rápido, porque los costes de instalación por unidad de capacidad solar o eólica ahora pueden competir con las opciones menos costosas de combustibles fósiles, y algunos países ya han transformado su generación en un grado considerable. En 2020, la generación hidroeléctrica representó casi el 16% ; la eólica y la solar, casi un 7%; y el resto provino de grandes centrales alimentadas principalmente por carbón y gas natural.
Los combustibles fósiles no sólo se emplean para generar electricidad o para propulsar medios de transporte, sino que son también piezas clave en algunos de los procesos industriales más importantes. Descarbonizar la economía implica rediseñar e implementar a escala estos nuevos procesos que están en la base de la economía.
Los principales retos a los que nos enfrentamos en la descarbonización del sector eléctrico son el desarrollo de nuevas tecnologías de almacenamiento y la inversión en redes de transporte y distribución de la electricidad. O con un resurgir de la demonizada energía nuclear.
A futuro, se irán electrificando (y con ello descarbonizando si hemos tenido éxito en el punto anterior) más y más sectores de la economía, pero habrá casos (como por ejemplo en el transporte aéreo de masas y larga distancia) en los que puede que nos topemos con los límites de la física.
Las (todavía inexistentes) tecnologías de captura de CO2 de la atmósfera son una forma alternativa de netear las inevitables emisiones que estaremos haciendo a futuro.
Gracias por leer Suma Positiva.
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